Pero tuve que hacerte daño. Tuvo que pasar porque nunca quisimos
que no pase. No lo planeamos y siempre tuvo aroma a dogma, a hecho, a certeza.
Aceptémoslo, los dos supimos siempre que –temprano o tarde- iba a suceder. Yo
vivo con el arma sin seguro, apuntándole a la vida entre los ojos. Abrí fuego a
tu alcance en plena huida; sabiéndote en otro sitio, al tanto que andabas un camino
sucio que se robaba toditos nuestros martes. Aterrada que el Fa menor del
piano de mi abuela me apeste siempre a “casi”; que sólo existas en mi oficina descentralizada
de utopías; que ya no tenga sed de imaginarte.
Tuve que hacerte daño porque era lo correcto. Porque lo
necesitabas. Porque te quise siempre afligido, meditabundo, volando en otras
dimensiones. Porque en realidad es kunderianamente insoportable la asquerosa
levedad del ser. Te traje a empellones más acá; donde el mundo pesa, donde
duele, donde hastía.
Tuve que hacerte daño porque tú lo quisiste así.
Porque el suelo ansiaba a gritos tu sangre.
Porque te hace bien.
Porque te hace tú.
Porque me hace yo.