Digamos que no puedo dormir.
Que son mis
letras, adictas a las prisas, quienes se arrojan sobre el papel. Que hay cosas en
esta nube -a la que suelo llamar mente-
con ansias lívidas de significar, porque sí. Porque si algo se sabe de los
mortales es que quieren todo siempre para no obtenerlo nunca.
Que no quiero
dormir.
Que soñar espanta
cuando la vida sujeta. Que me estoy quedando mudo e insomne…y que así lo elijo.
Que tras besar mis cicatrices pienso en mí y en los patios. En esos espacios
grandes y frescos donde mi voz no se oye y los pisos están empedrados; aquellos sitios
en los que uno siempre suele olvidar que amar y elegir no son lo mismo. A
menudo me pillo pensando en cuán caro resulta aprender eso y en los pocos pesos
que llevan mis bolsillos.
Que, si algo
habita de este lado de mis párpados, no ha pasado a saludar. No hemos
compartido aún una taza de café recién molido, ni una palmada en el hombro.
Igual espero que llegue el día en que nos reconozcamos como viejos amigos, nos
contemos historias repetidas y chistes malcriados. Entonces vendrán días de
mar, amarillos y bien puntuados; el sol se pondrá a las ocho y sonarán sus
carcajadas, en otra voz. Hablaremos en esdrújulas, miraremos Casiopea, haremos
fotos al colodión y todo olerá a jueves. Entonces, habrá silencio.
Pero digamos que
no puedo dormir. Aunque son años ya desde que mudé mi cuerpo al centro de la cama no he podido aún sacudirme los espacios vacíos. Supongo que primero habría
que llenarse uno. Habría que olvidar que ya no la espero y cambiar de tesitura;
seguro que así los espejos dejarían de añorar, a la tarde, su pelo largo. De
seguro que desaprendería una a una todas las pendejadas que lanceo a diario y
hasta podría fingir nuevamente que no sé mentir.
Tal vez entonces y
sólo entonces dejaría de tener prisas, patios, cicatrices, pesos, espejos y
lamentos...todos disfrazados de insomnio.
Y vaya si no los
tengo.