Es que, de principio, no sabía lo que hacía. Te había olfateado ya -por puro
azar- deambulando de ida y vuelta sobre una canción de la radio. El tráfico, el
piano, el calor, el ruido, el niño sentado en un asiento trasero que recorre la
galaxia.
Pero pasaste. Tangente a mi vida anduviste tu camino y allí yo; existiendo intacto,
bien peinado, impecablemente en blanco. Sentado quedé, confundido y en silencio,
abrumado desde apenas detrás de los ojos. Sed de entender; sombra que no es la
mía, ruido irreconocible, enigma a resolver. ¿Me culpas acaso? No estaba
equipado aún para saberte, para trazarte los confines. Cuando niño, la palabra amor
vivía abrigada por las paredes de mi casa y cantaba, a la mañana y al pie de la
cama, los cumpleaños. Vendrían luego la pelota y el parque, los fondos de los vasos,
las prisas, los -ismos, las mañanas ventosas que me pillaron, esperándolas
en la orilla, descalzo. Acaso te regalé un golpe de olvido; acaso fue que me lo
regalabas tú.
Pero volviste. En lontananza y al horizonte, te reconocí al instante. Eran
tus huellas, tu tibieza, tus ojos vivos, tu velocidad. Traías a cuestas nuevos
tonos de verde, las oraciones completas, los silencios francos, tres certezas y
siete dudas, el frío irremediable que le provocas a mi espalda. Y te supe, te bebí,
te anoté en la hoja última de mi cuaderno de colegio. Te di, abierta al sol, mi
mano derecha. Es que no sabía lo que hacía, lo que eras, lo que cuestas…lo pronto
que te ibas a ir.
Pero te busqué. Me hice a la mar, deambulé, arrastré mi historia por los
pisos, las hojas vacías, los campos, los Do Mayor, los aeropuertos. Besé, me
dolí, abrigué, herí, grité…me sentí pequeño y enorme en mi rincón de universo. Pero
aprendí.
De vez en cuando te asomas por aquí; aún refrescando, con todo tu ruido, mi
espalda. Atento te distingo en la que llevo sujeta a mis brazos, en pleno
baile. En lo que dura un respiro vienes y te vas, revelándote alegre en las
uñas, el calor, en una combinación rabiosa de las letras, en las risas, las anáforas,
el desamor. Sé que ése será el único modo de vernos, de volver a abrir la hoja
última del cuaderno de colegio. A veces, y sin pensármelo mucho, imagino nuestra
despedida. Implosiono en episodios en los que, en mi lecho de muerte, eres esa
última cuestión en la que pienso. Los hay otros en los que imagino que te
olvido, que la masa enorme de la vida termina por volverme el tipo que nunca
fui, rebosante de indiferencia; el tipo que te convierte en una foto marchita,
borrosa, asquerosamente irreconocible…como él mismo. También los hay aquellos
en los que te pierdo la fe, la métrica; ésos en los que, con una hipócrita
sonrisa, vuelvo a ser el niño intacto que confiado se sienta en un asiento
trasero y recorre, al lado de tu ausencia, la galaxia.
No sé cuándo será, ni dónde, ni cómo…lo que sí sé -sentado sobre toda
convicción- es que nos veremos de nuevo. En los labios de alguna, en la cama de
otra, en la melodía con la que se ría la última.
Ya me lo dirá, con un hielo irremediable, mi espalda. Sí que me lo dirá.